Cada año, al finalizar la Navidad, suelo hacer propósitos para la del año que viene. Mi deseo es ir viviendo mejor cada año esta fiesta, profundizando en su sentido cristiano.
He aquí algunos de mis propósitos para la Navidad del año que viene:
Preparación remota: la corona de Adviento. Compondremos en casa una corona de Adviento con sus cuatro velitas tradicionales y las iremos encendiendo una tras otra en cada uno de los domingos de Adviento. Aprovecharemos el momento para hacer diez minutos de meditación en silencio o leyendo algún texto apropiado para ese tiempo litúrgico tan lleno de encanto.
Preparación próxima: el Belén. Lo pondremos como siempre, unos días antes de la Nochebuena y lo quitaremos al final de las fiestas. La novedad es que, mientras esté puesto, todos intentaremos pasar un ratito diario contemplándolo. Sin prisas, leyendo algo piadoso, escuchando de fondo un buen villancico o, sencillamente, observando -¡contemplando!- el Misterio.
Como es natural, tanto en Navidad como en Año Nuevo y en Reyes el centro de todo será... ¡la Misa! Sí, la Misa, para la cual, por cierto, no hacen falta excesivos preparativos ni dispendio alguno. De mis navidades infantiles recuerdo bien la escena de los saludos a la salida de la Misa del gallo, los “¡felices pascuas!” que se intercambiaban los asistentes a la salida del templo formando al hablar unas nubecillas de vaho que atraían mi atención...
No sé si iremos o no a la Misa del gallo; pero sí que me he propuesto dedicar a la Misa de cada una de esos días de fiesta una atención similar a la que hasta ahora veníamos dedicando a las tareas gastronómicas y culinarias. Porque, también en Navidad, ¡no sólo de pan vive el hombre! Así que a la par que decidimos qué día comemos acá o cuál otro cenamos allá, estudiaremos a qué iglesia iremos a Misa y cómo nos organizaremos para acudir sin prisas, estar en el templo sin agobios e, incluso, tratar de quedarnos unos minutos en acción de gracias cuando finalice el Santo Sacrificio y termine la adoración del Niño.
La idea es recuperar toda la riqueza religiosa que encierran las solemnidades de la Natividad de Jesucristo (25 de diciembre), de la Maternidad divina de María (1 de enero) y de la Epifanía del Señor (6 de enero). Y también hacer un momento de particular examen y propósitos con ocasión del final de un año y el comienzo de otro que llamamos “nuevo”. Recuerdo el empeño que ponía mi padre en acudir cada Nochevieja a la Vigilia de fin de año que organizaba la Adoración Nocturna de la parroquia; era un rato que aparentemente se robaba a los festejos propios de la fecha, aunque ahora pienso que -como tantos otros gestos similares que vi en casa- más bien servía de fundamento a la vida familiar y a la alegría de todos.
Así vividas y celebradas, las navidades serán, con toda seguridad, ocasión de caridad cristiana. De un modo o de otro trataremos de impedir que se repita a nuestro alrededor aquel “porque no hubo lugar para ellos en la posada...” (Lucas, 2.7) Y bien sabemos que en muchas ocasiones no se trata tanto del techo y de la mesa como de remediar esa gran plaga de soledad y de indiferencia...
Y sí, al final de la Navidad, ¡vendrán los Reyes! Esos seres encantadores y, pienso, no necesariamente infantiles, pues también representan el reconocimiento que a Jesucristo tributan los ricos, sabios y poderosos de este mundo. También para ellos ha venido el Señor y, me temo, mejor andarían las cosas si muchos de ellos siguieran tan claro ejemplo.
Pues por aquí van mis propósitos para una Navidad más digna de ese nombre. Y para que también mi alma pueda responder al ser preguntada, como en el villancico, dime de quién eres: “Soy -intento ser cada día más- ¡de la Virgen María y del Espíritu Santo!”.
Texto de la Calenda de Navidad
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